Decimoctavo Domingo en el Tiempo Ordinario Agosto 2 de 2020

En el Evangelio de hoy experimentamos la forma en que Jesús utiliza su poder para sanar y alentar a los demás. Notros hemos sido llamados a utilizar nuestros dones para amar y cuidar de los demás. San Francisco de Sales elabora un poco más sobre este tema:

Debemos amar demasiado para ayudar a los demás a que prosperen por la senda de la santidad. La fe, la esperanza, y el amor, constituyen el núcleo del corazón generoso. La generosidad nos permite confiar en que la bondad de Dios se encuentra dentro de nosotros. La generosidad nos impulsa a proclamar que podemos hacer cualquier cosa en Dios, quien nos fortalece. Un corazón humilde y generoso, comandado por Dios, puede obrar milagros. Aún cuando se mantiene vigilante para evitar una caída, el corazón que confía en Dios da origen a un espíritu generoso. El espíritu generoso, humilde de corazón, pone manos a la obra con plena seguridad de que Dios  no dejará de otorgarle el poder necesario para hacer realidad sus proyectos.

El corazón generoso no se fía de su propia fuerza para llevar a cabo estas tareas. Confía más bien en los dones que Dios le da. Por lo tanto, debemos valorar enormemente los dones que Dios nos ha otorgado. Debemos reconocerlos, respetarlos, honrarlos y utilizarlos para dar gloria a Dios. Hay personas que poseen una falsa humildad, lo cual les impide ver la bondad en ellos mismos. La verdadera humildad es generosa, y reduce toda la falsedad existente en nosotros. La falsedad nos degrada y no nos permite apreciar nuestra excelencia inherente. La falsedad no desea que tengamos en cuenta la excelencia de Dios en nosotros. Debemos darnos cuenta de que estamos siendo orgullosos cuando rechazamos la gracia que Dios desea darnos. Tenemos la obligación de aceptar los regalos de Dios.

Si valoramos a Dios, quien es el autor de nuestra perfección, aprenderemos a valorar los dones espirituales escondidos en nosotros, y en nuestros semejantes. Nuestro amor propio, y por los demás, tiene origen en el amor de Dios del cual Jesucristo fue el ejemplo. Nuestro Salvador siempre nos prefirió a nosotros antes que a Si Mismo, y continúa haciéndolo cada vez que nos aviva por medio de la Eucaristía. Del mismo modo, El desea que nosotros alimentemos nuestros dones utilizándolos para amarlo y para servirle, con todo nuestro corazón, y con todo nuestro poder.

(Adaptación de los escritos de San Francisco de Sales, particularmente, Las Conferencias Espirituales, I. Ediciones Caneiro)