Décimo Domingo del Tiempo Ordinario (10 de junio de 2018)

En su Introducción a la Vida Devota, Francisco de Sales no compara la felicidad con el egocentrismo, el ensimismamiento o la obsesión con nosotros mismos. Sin embargo, Francisco compara la felicidad con lo que él llama el autodominio. El Santo Caballero escribe:

“La mayor felicidad del hombre es ser dueño de su propia alma, y entre más perfecta sea nuestra paciencia más completamente poseeremos nuestras almas".

¡Qué felicidad es conocernos y aceptarnos a nosotros mismos por quienes somos a los ojos de Dios! ¡Qué dicha es sentirnos cómodos –sin ser autocomplacientes– en nuestra propia piel! ¡Qué dicha es, en esencia, sentirse en casa –estar en paz– con la persona que Dios nos hizo! En realidad, es lo mejor después del Paraíso.

Lo trágico es que, la capacidad de sentirnos como en casa con nosotros mismos fue la primera –y la más fundamental– víctima de la Caída. Tan pronto Adán y Eva comieron del fruto del árbol del conocimiento, su estado natural –su desnudez, su transparencia– se convirtió en reprobación. Se sentían incómodos –estaban avergonzados– de quienes eran. Literalmente, ya no se sentían cómodos en su propia piel. Manchados de repente por su auto-aislamiento y el odio hacia sí mismos, perdieron el Paraíso... y la vida se convirtió en una carga.

Como bien sabemos, mucha de la miseria, el pecado y la tristeza que azotan a la familia humana hasta nuestros días procede ya sea de (1) nuestra incapacidad de ser quienes realmente somos o (2) nuestros intentos inútiles por ser quienes no somos.

En su Tratado Sobre el Amor de Dios, Francisco de Sales dijo:

"Dios se ha manifestado ante nosotros de tantas maneras y a través de tantos medios que Él desea que todos seamos salvados y que nadie desconozca este hecho. Para este propósito, a través de la Creación Dios nos hizo "a su imagen y semejanza”; mientras que mediante la Encarnación Dios se hizo a sí mismo a nuestra imagen y semejanza".

La gracia redentora de la Encarnación nos permite experimentar nuevamente la felicidad que produce el poseer nuestras propias almas. El poder restaurador de la Encarnación hace que podamos experimentar otra vez la dicha de sentirnos básicamente de nuevo cómodos con quienes somos a los ojos de Dios. Heridos como estamos por el pecado, nuestra práctica de la devoción –nuestra cruzada para poseer nuestras almas– ya no es tan fácil como lo fuera originalmente en el Paraíso. Requiere una práctica perpetua; exige una enorme paciencia.

Aun así, Dios no solo nos promete la dicha y la paz fruto de esta auto-aceptación celestial; Él también nos muestra cómo lograrla en esta tierra y en la persona de su Hijo.

Jesús encarna el poder del autodominio. Jesús exhibe la alegría de quien se acepta a sí mismo. Jesús irradia la paz de la autodeterminación. ¿Quién mejor que Jesús para mostrarnos lo que es sentirnos cómodos en nuestra propia piel? ¿Quién mejor que Jesús para demostrar lo que es invitar –y empoderar– a otros para que hagan lo mismo?

Al igual que hiciera con nuestros primeros padres, el Malvado nos golpea donde duele. Algunas veces Satanás nos tienta para que creamos que no nos es posible ser felices siendo nosotros mismos. Otras veces, Satanás nos tienta para que creamos que seríamos más felices si fuéramos alguien más –quizás cualquier otra persona– diferente de quienes somos. En lugares muy profundos y oscuros dentro de nuestras mentes y corazones, cada uno de nosotros es tentado a hacerse esta pregunta:

Siendo un pecador, como lo soy, débil, como lo soy, herido, como lo estoy, e imperfecto, como lo soy, ¿por qué debería creer que Dios quiere que me sienta cómodo –en casa– en mi propia piel?