Decimotercer Domingo en el Tiempo Ordinario (1 de julio de 2018)

Las lecturas de hoy nos recuerdan que el deseo de Dios para que nosotros podamos alcanzar la plenitud, a medida que EL nos va formando, no es para después de la muerte sino en vida, a través de la fe en Cristo. Es por medio de esta fe vivificante que Dios nos llama a compartir la abundancia de nuestros dones con aquellos que lo necesitan. Francisco de Sales nos dice algo similar:

El deseo de Dios, que es que nosotros logremos la plenitud, nos ha sido comunicado de muchas formas. Entre los métodos empleados por Dios para demostrarnos que hemos sido creados para alcanzar la dicha eterna están la creación en primer lugar, y segundo, la venida de Jesús. En el momento en que EL se hizo humano asumió nuestra semejanza y nos cedió la Suya. ¿Sorprende entonces que nuestro bien amado Amante desee que nosotros nos amemos los unos a los otros como EL lo hizo?

Nada como el amor para despertar la urgencia en el corazón del hombre. Nuestro Señor padeció la muerte con amor, para que de esta forma la familia humana tuviera la oportunidad de convertirse en una familia divina. El amor entregado de Jesús obra en nosotros de manera especial. El desea que vivamos en El. Por lo tanto, para dar Gloria a Dios, debemos hacer un esfuerzo para que todas nuestras obras, nuestras acciones, nuestros pensamientos y afectos se materialicen.

La voluntad de Dios es que todos los humanos seamos eternamente felices. Nuestra voluntad debe corresponder a la voluntad de Dios. Por ende, nosotros debemos esforzarnos por alcanzar la plenitud, tal y como EL lo desea para nosotros. En la medida en que Dios nos de los medios para lograr este objetivo, debemos aceptar toda la gracia que El ha destinado para nosotros y que nos otorga. Debemos armarnos de coraje, y de total honestidad, para vivir de acuerdo a lo que somos. ¡Debemos imitar a Jesús, con tanta perfección como nos sea posible, ya que EL vino a este mundo a enseñarnos lo que debemos hacer para poder preservar esa belleza, esa divina semejanza que EL reparó y embelleció en nosotros tan completamente! Es esta misma divina semejanza la que debemos aprender a identificar, y que debemos ayudar a preservar en los demás. Porque ellos también son hijos de Dios. Caminemos entonces por la senda del amor como hijos amados de Dios.

(L. Fiorelli, ed. Sermones; San Francisco de Sales, Tratado del Amor de Dios).