Vigésimo Sexto Domingo en el Tiempo Ordinario (30 de Septiembre de 2018)

Vigésimo Sexto Domingo en el Tiempo Ordinario (30 de Septiembre de 2018)

Las lecturas de hoy nos hacen un llamado a que nos comprometamos y nos dediquemos completamente a Dios. San Francisco de Sales nos dice que esto se puede lograr siempre y cuando cultivemos una vida fundamentada en el amor sagrado.

La felicidad suprema del mundo consiste en amar muchas cosas como si fuesen nuestras. Ese tipo de afectos surgen con facilidad una y otra vez dentro de nosotros. Pero es nuestra obligación aprender a distinguir entre las inclinaciones y los apegos. Si nuestros sentimientos provienen de nuestras inclinaciones no debemos preocuparnos. Por ejemplo, puede que en un día llegue a sentir rabia mil veces en contra de alguien que me ha calumniado. Pero si me encomiendo a Dios, y llevo a cabo un acto de caridad a favor que aquel que ha generado en mí tanta indignación, no habré obrado de mal manera, ya que el control de mis sentimientos naturales no es algo que está en mi poder, particularmente cuando tengo que enfrentarme a un león.

Ahora bien, cuando se trata de lidiar con nuestros apegos la historia es muy diferente. Es nuestra prepotencia exagerada lo que hace que apeguemos tanto a ciertas cosas. Aun cuando es posible que lleguemos a dominar hasta cierto punto nuestro egocentrismo desmesurado, éste jamás dejará de existir dentro de nosotros mientras vivamos en la tierra. Pero si deseamos calmar esos sentimientos que nos llevan a hacer cosas de las que después nos arrepentimos, es fundamental que cultivemos el amor sagrado en nosotros. Para hacer esto debemos desechar todos los amores egoístas y exagerados de nuestra vida, y entregarnos exclusivamente a ese amor que sólo busca la gloria de Dios en todas las cosas. El amor sagrado comienza a crecer dentro de nosotros a medida que empecemos a dejar a un lado todo aquello que no nos sirve para alcanzar la bondad de Dios. “Dejar ir” (la santa indiferencia) es una virtud tan difícil de adquirir que incluso en un monasterio toma una década aprender a cultivarla. Sin embargo, esta virtud no es tan terrible como suena, porque nos da la libertad de espíritu necesaria para amar el mundo a nuestro alrededor del mismo modo en que Dios lo ama. Dejemos que sea la razón la que nos guie, en vez de nuestras tendencias o nuestro disgusto por las virtudes que nos resultan trabajosas. Aun cuando nuestros apegos son cosas preciadas, nuestro deber es utilizarlos para amar a Dios, nuestra única y verdadera Posesión, a quien hemos de dedicar y entregar nuestras vidas.

(Adaptación de las Conferencias Espirituales de San Francisco de Sales por Carneiro)