Vigésimo Sexto Domingo en el Tiempo Ordinario (30 de Septiembre de 2018)

Las lecturas de hoy nos hacen un llamado a que nos comprometamos y nos dediquemos completamente a Dios. San Francisco de Sales nos dice que esto se puede lograr siempre y cuando cultivemos una vida fundamentada en el amor sagrado.

La felicidad suprema del mundo consiste en amar muchas cosas como si fuesen nuestras. Ese tipo de afectos surgen con facilidad una y otra vez dentro de nosotros. Pero es nuestra obligación aprender a distinguir entre las inclinaciones y los apegos. Si nuestros sentimientos provienen de nuestras inclinaciones no debemos preocuparnos. Por ejemplo, puede que en un día llegue a sentir rabia mil veces en contra de alguien que me ha calumniado. Pero si me encomiendo a Dios, y llevo a cabo un acto de caridad a favor que aquel que ha generado en mí tanta indignación, no habré obrado de mal manera, ya que el control de mis sentimientos naturales no es algo que está en mi poder, particularmente cuando tengo que enfrentarme a un león.

Ahora bien, cuando se trata de lidiar con nuestros apegos la historia es muy diferente. Es nuestra prepotencia exagerada lo que hace que apeguemos tanto a ciertas cosas. Aun cuando es posible que lleguemos a dominar hasta cierto punto nuestro egocentrismo desmesurado, éste jamás dejará de existir dentro de nosotros mientras vivamos en la tierra. Pero si deseamos calmar esos sentimientos que nos llevan a hacer cosas de las que después nos arrepentimos, es fundamental que cultivemos el amor sagrado en nosotros. Para hacer esto debemos desechar todos los amores egoístas y exagerados de nuestra vida, y entregarnos exclusivamente a ese amor que sólo busca la gloria de Dios en todas las cosas. El amor sagrado comienza a crecer dentro de nosotros a medida que empecemos a dejar a un lado todo aquello que no nos sirve para alcanzar la bondad de Dios. “Dejar ir” (la santa indiferencia) es una virtud tan difícil de adquirir que incluso en un monasterio toma una década aprender a cultivarla. Sin embargo, esta virtud no es tan terrible como suena, porque nos da la libertad de espíritu necesaria para amar el mundo a nuestro alrededor del mismo modo en que Dios lo ama. Dejemos que sea la razón la que nos guie, en vez de nuestras tendencias o nuestro disgusto por las virtudes que nos resultan trabajosas. Aun cuando nuestros apegos son cosas preciadas, nuestro deber es utilizarlos para amar a Dios, nuestra única y verdadera Posesión, a quien hemos de dedicar y entregar nuestras vidas.

(Adaptación de las Conferencias Espirituales de San Francisco de Sales por Carneiro)

Vigésimo Quinto Domingo en el Tiempo Ordinario (23 de Septiembre de 2018)

El Evangelio de hoy nos reta a servir a Dios con la sencillez de un niño. La humildad de corazón es algo que deja huella en un hijo amoroso, y es también una de esas “pequeñas virtudes” sobre las que San Francisco de Sales hace énfasis:

Al igual que un pequeño cuyo único deseo es que su madre lo alimente, nuestro corazón demuestra su sencillez cuando amar a Dios es su único deseo. Entonces permitimos que sea nuestro Señor quien nos lleve por la senda y continuamos avanzando de acuerdo a los deseos de Dios, y no en base a nuestras preferencias individuales. Cuando una persona es realmente humilde, él o ella comparten tiempo con el Señor. Él o ella son como niños cuyo único anhelo es poder descansar en brazos de su madre, porque es allí donde se sienten protegidos y amados.

La sencillez exige que nuestro “yo” interior coincida con nuestro “yo” exterior. Esto no quiere decir que somos menos sencillos en esos momentos en que sonreímos a pesar de que nos sentimos molestos. Es cierto que cuando nos enfrentamos a dificultades todo dentro de nosotros se agita. Esto es natural, dado que nuestra miseria tiende a adoptar cursos de acción extremos. Pero cuando reconocemos que un sentimiento se ha apoderado de nosotros, esto no necesariamente quiere decir que tenemos que aceptarlo. Por lo tanto, cuando nos sentimos preocupados por algo y sonreímos, estamos demostrando que somos capaces de hacer frente a las dificultades de una manera buena, sana, y simple, que nos puede ayudar a florecer como hijos de Dios.

Si caminan con humildad, caminarán también con seguridad. Si están con alguien que cambia de humor constantemente, no se preocupen por cómo deben actuar. Simplemente muéstrense tan alegres como siempre. En estos momentos esa persona está triste, pero habrá momentos en que serán ustedes los que se sentirán así. Ayuden a esa persona, y ayúdense ustedes mismos, a disfrutar del tiempo que tienen para compartir juntos. En otro momento, será esa persona la que los ayudará a ustedes a sentirse mejor. De este modo ustedes serán para los demás como niños que sirven a Dios. Entre más logremos deshacernos de todo aquello que nos impide amar a Dios y a los demás, mas nos acercaremos a Su amor. La sencillez lo deja todo en manos de Dios. ¡Bienaventurados aquellos que ya no viajan por sus propios medios, ósea, siguiendo sus propios pensamientos, deseos, preferencias e inclinaciones, sino de acuerdo a la voluntad de Dios! Porque en la sencillez de sus corazones encontrarán Su amor y Su paz.

(Adaptación de los Escritos de San Francisco de Sales)

Vigesimotercer Domingo en el Tiempo Ordinario (16 de septiembre de 2018)

En el Evangelio de hoy experimentamos a Dios a través de Jesús quien, en el momento en que devolvió el oído al sordo, avivó la esperanza de un Nuevo Mundo para la familia humana. Al respecto, San Francisco de Sales hace el siguiente comentario:

La esperanza es como una flecha que se eleva a alta velocidad hasta las puertas del Cielo, pero no puede entrar ya que es una virtud exclusivamente terrenal. La esperanza es posible porque Dios infunde en nuestros corazones la aspiración a la vida eterna, al mismo tiempo que nos asegura que podremos alcanzarla. Dios contribuye a que la esperanza germine en nuestros corazones a través de las múltiples promesas hechas en las Escrituras. El hecho de que Él nos garantice que tendremos la oportunidad de lograr una vida de dicha eterna, es algo que fortalece nuestros deseos y trae sosiego a nuestro corazón. Ese sosiego es la raíz de la virtud a la que llamamos esperanza. Llenos de confianza en la fe, que nos dice que podremos disfrutar la realización de las promesas que Dios nos ha hecho, esperamos con paciencia y esperanzados, al mismo tiempo que vamos creciendo en el amor de Dios por nosotros y por los demás.

Aún cuando la esperanza y las expectativas producen dicha en nuestro corazón, también puede llegar generar tristezas en las almas fervorosas; ya que al darnos cuenta que no hemos logrado convertirnos en los santos que anhelábamos ser, con frecuencia nos desanimamos y desistimos en la búsqueda de la virtud que nos lleva a alcanzar la santidad. Tengan paciencia, dejen a un lado esa preocupación ansiosa por su propio bienestar y no teman, nada les hará falta.

No hay necesidad de afanarnos tanto. Debemos emplear los medios que tenemos a nuestra disposición, de acuerdo a nuestra vocación, y permanecer en paz. Debemos continuar por la senda llenos de fervor, pero con tranquilidad, con sumo cuidado, pero a la vez con firmeza. Esto quiere decir que debemos creer más en la Divina Providencia que en nuestras propias obras. Cuando toda ayuda humana nos falle, Dios se hará cargo y cuidará de nosotros. Tenemos a Dios que es nuestro Todo. Confiemos en Él, y con el tiempo Él nos ayudará a ser santos. Porque Dios, bajo cuya guía nos hemos embarcado en este recorrido, siempre estará atento para proveernos todo lo que sea necesario para que podamos alcanzar la perfección. Decidámonos a vivir bien, y de acuerdo a nuestra vocación: con paciencia, gentileza, y sencillez. Porque no ha existido jamás alguien que haya depositado su confianza en la Bondad y la Providencia de Dios y que haya sido defraudado.

(Adaptación de los escritos de San Francisco de Sales)

Vigésimo Cuarto Domingo en el Tiempo Ordinario (9 de Septiembre de 2018)

Las lecturas de hoy nos recuerdan que seguir las enseñanzas de Jesús implica sufrimiento. San Francisco de Sales tiene una concepción interesante de lo que es el sufrimiento:

No creo que sea prudente que nosotros pidamos sufrir como lo hizo nuestro Señor; es evidente que no somos capaces de manejarlo de la manera que Él lo hizo. Creo que sería más que suficiente si logramos sobrellevarlo con paciencia.

Sin embargo, no limiten la práctica de esa paciencia solo para los momentos en que deban llevar a cabo grandes obras de coraje. Quienes son genuinamente pacientes, y verdaderos siervos de Dios, son capaces de aguantar de igual manera los eventos grandes y pequeños de la vida. Ser menospreciados, criticados o acusados por nuestros amigos y parientes es algo que representa una prueba para nuestra virtud. La picadura de una abeja es mucho más dolorosa que la de una mosca. Del mismo modo, los daños y los ataques cometidos en contra nuestra por aquellos a los que amamos son mucho más difíciles de soportar que los ataques que sufrimos a manos de otros. Aun así, muchas veces ocurre que dos personas buenas, y bien intencionadas, terminan hostigándose y atacándose el uno al otro simplemente porque sus puntos de vista difieren.

Si algún mal llegara a sucederles, escojan remediarlo de una manera que sea agradable a los ojos de Dios. Si alguien los acusa falsamente de haber cometido una falta, ustedes tienen la obligación de responder con la verdad. Si la acusación persiste aún después de haber dado una explicación legítima, no se esfuercen por lograr que los demás acepten sus explicaciones. Con suma gentileza vayan reuniendo coraje. Ármense con esa paciencia que siempre debemos tener para con nosotros mismos. Dirijan su corazón a Dios con frecuencia, para que así puedan estar alerta frente a cualquier ataque sorpresivo. Ante todo estén muy pendientes de su “yo” temperamental, ese que siempre está dispuesto a inventar cosas. No se molesten si ese “yo” les hace tambalear y tropezarse. En nuestro interior el Espíritu de Jesús nos está transformando para que podamos encontrar el honor y la Gloria de Dios en todas las cosas.

En nuestro esfuerzo por sacar a relucir a Cristo, quien habita en nosotros, debemos dejar a un lado esa autosuficiencia desproporcionada que tanto nos hace sufrir. Todos podemos experimentar la paz siempre y cuando cumplamos con la Voluntad de Dios, recordando siempre que lo que Él más desea es nuestra fidelidad.

(Adaptación de la Introducción a la Vida Devota por San Francisco de Sales, Ryan ediciones; y Cartas, Power & Wright, editors)

Vigesimosegundo Domingo en el Tiempo Ordinario (2 de septiembre de 2018)

Las lecturas de hoy nos exhortan a vivir los mandamientos, la Palabra de Dios, de una manera que nos permita adquirir sabiduría, y que nos permita demonstrar ante Él que nuestro corazón es puro. San Francisco de Sales nos habla sobre los mandamientos de Dios, a la luz de vivir y amar Su voluntad:

Hay ciertos asuntos, como en lo que respecta los mandamientos o a las obligaciones propias de nuestra vocación, en que estamos plenamente conscientes de cuál es la voluntad de Dios. Amar significa vivir de acuerdo a Su voluntad. Quienes se consideran justos no lo son verdaderamente a menos que posean el amor sagrado, del cual depende la formación de un corazón realmente puro.

El verdadero amor siempre busca complacer a todos aquellos en quienes se deleita. La palabra de Dios nos resulta sumamente agradable ya que es decretada por el amor. Cuando disfrutamos con frecuencia los mandamientos de Dios, poco a poco nos vamos convirtiendo en quienes Él desea que seamos, al mismo tiempo que nuestra voluntad se transforma en la voluntad divina. Entre más nos deleitemos en el cumplimiento de la voluntad de Dios para con nosotros, más perfecta será nuestra transformación en el amor divino, que es la esencia verdadera de la sabiduría sublime. ¡Bienaventuradas aquellas almas que ya no se rigen por sus propios deseos, sino conforme a los designios de su Dios!

Para forjar en nosotros un amor saludable y santo por los mandamientos de Dios, debemos esmerarnos por descubrir su maravillosa belleza. Del mismo modo en el sol toca todas las cosas con su calor vivificante, y les proporciona el vigor necesario para que puedan ofrecer sus frutos, la bondad de dios toca y aviva todos los corazones para que puedan amar la palabra de Dios. Nuestro Padre nos ha facilitado medios más que suficientes para que nosotros podamos cumplir con los divinos mandamientos; nos ha proporcionado una abundante y generosa variedad de métodos para que logremos cumplir con el deseo divino que ha sido implantado en nuestros corazones.

Los mandamientos son dignos de amor, ya que éstos fomentan la bondad en quienes carecen de ella, y engrandecen la bondad en quienes la poseen. La dificultad no existe en aquello que amamos, y de haberla, es una dificultad que cuyo valor podemos llegar a apreciar. Es por esto que al mismo tiempo que la ley divina nos impone la obligación de obedecer la voluntad de Dios, también convierte ese compromiso en un amor santo, y todas las dificultades las transforma en júbilo.

(Adaptación de los escritos de San Francisco de Sales)

Vigesimoprimer Domingo en el Tiempo Ordinario (26 de agosto de 2018)

En el Evangelio de hoy Jesús nos urge a que sigamos siendo fieles a Él, y a que continuemos viviendo en el “espíritu que nos da la vida”. Al respecto San Francisco de Sales observa lo siguiente:

Nuestro Salvador vino al mundo para recrear a la humanidad. Cuando vivimos en el Espíritu de Jesús trascendemos de nuestra vida común y corriente para empezar a vivir una vida más excelsa. El amor divino nos colma de tal manera, que somos como estrellas cuyo brillo ha sido eclipsado completamente por la luz del sol. Dios vive en nosotros, y nuestro único deseo es unir nuestra voluntad a Su Voluntad.

Para seguir progresando en nuestra vida en el Espíritu de Jesús, antes que nada debemos aceptarnos a nosotros mismos con todo y nuestras imperfecciones. No se den por vencidos, sean pacientes. Esperen y prosigan en el cumplimiento de sus actividades diarias llenos júbilo. Hagan todo lo que se les ha enseñado con un espíritu de gentileza y fidelidad. Desarrollen un espíritu de compasión. Una vez hayamos sembrado y regado debemos comprender que el desarrollo de esos árboles, que representan nuestras buenas inclinaciones y hábitos, queda en manos de Dios. Es por esta razón que debemos esperar para poder obtener los frutos de nuestros deseos, y de nuestra labor, de manos de la Divina Providencia.

No se dejen perturbar si se dan cuenta que no logran progresar como deseaban. En el momento en que tomamos la decisión de vivir una vida sagrada, la totalidad de nuestra existencia queda destinada a convertirse en una prueba práctica. Permanezcamos en paz; esforcémonos por lograr que la calma reine siempre en nuestros corazones. De nosotros depende que podamos cultivar bien nuestras almas, y debemos asistirlas fielmente en dicho empeño. Pero en lo que se refiere a tener una cosecha abundante, dejemos esto al cuidado de nuestro Señor. El trabajador jamás será responsable por una mala cosecha, a menos que él o ella no hayan sembrado el campo con el cuidado necesario. Nuestra dependencia constante en Dios nos asegura que estamos plantados sólidamente donde Él desea que estemos.

No me cabe la menor duda que nuestro Salvador los lleva siempre de la mano. Si en algún momento tropiezan, es sólo para recordarles que si sueltan Su mano la próxima vez van a caerse. Para aquellos de nosotros que amamos y tenemos esperanza en Dios, nuestra debilidad no resulta tan grande como Su misericordia.

(Adaptación de los escritos de San Francisco de Sales)

Vigésimo Domingo en el tiempo Ordinario (19 de Agosto de 2018)

La enseñanza que nos deja las lecturas de hoy, es que debemos mantener nuestra salud spiritual a lo largo de nuestro viaje por la vida: Vivan sabiamente, utilicen el canto espiritual para dirigirse los unos a los otros, hagan un esfuerzo por comprender la voluntad del Señor, permitan que el Espíritu los colme, alaben a Dios, sean agradecidos y aliméntense con el Pan de Cristo que nos vivificará eternamente. San Francisco de Sales observa que este consejo nos ayudará a cumplir con la Voluntad de Dios para con nosotros:

Incluso el corazón, que ha de ser nuestro punto de partida, necesita recibir instrucción sobre cómo modelar su conducta externa para que las demás personas puedan apreciar en él, no solo la presencia del amor sagrado, sino también una gran sabiduría y prudencia. Dado que Dios ha estampado en nosotros un deseo infinito por la verdad y la bondad, nuestra alma en su sabiduría está consciente de que nada en este mundo podrá satisfacerla plenamente, hasta que no consiga hallar sosiego en las cosas de Dios.

Mientras que el desbordante amor de Dios se dedica a dar, nuestra fragilidad nos hace dependientes de la divina abundancia de Dios. Él se complace infinitamente en poder otorgarnos la gracia que nos conduce a la vida eterna. Nuestros corazones, sin importar cuán frágiles y débiles, no sucumbirán a la corrupción del pecado una vez que hayan sido nutridos por el cuerpo y la sangre incorruptible del Hijo de Dios. Es por esto que quienes participen del sacramento de la Eucaristía estarán contribuyendo a la salud de sus almas.

6Nuestro Señor ama inmensamente a aquellos que, llenos de felicidad, se entregan completamente a Su santo cuidado, ya que ellos están permitiendo que Su divina Providencia sea la que los gobierne. Ellos están convencidos de que Dios permite que en sus vidas solo sucedan eventos y cosas que contribuyan a su bienestar spiritual. La voluntad de Dios es que nosotros llevemos una vida de verdad y bondad, y que seamos salvados. Es por esto que cuando sientan que su angustia ha llegado al punto máximo, deben dejar sus corazones en manos de nuestro Salvador para que Él les ayude a sanar. Entreguemos toda nuestra voluntad a Dios quien sabiamente nos aconseja y aviva nuestros corazones, para que tanto nosotros como nuestros semejantes logremos comprender y a vivir Su voluntad.

(Adaptación de los escritos de San Francisco de Sales)

Decimo Noveno Domingo en el Tiempo Ordinario (12 de agosto de 2018)

En la primera lectura de hoy San Pablo nos ruega que cambiemos nuestra vida de ira y maldad por una vida de bondad, de compasión y de perdón que se convierta en el sello que nos identifique como hijos de Dios. San Francisco de Sales nos dice cómo podemos pasar de la rabia a la gentileza y la bondad:

Uno de los mejores ejercicios de gentileza que podemos poner en práctica empieza con nosotros mismos. Para poder permitir que la gentileza reine en nuestros corazones, primero debemos dejar de molestarnos por nuestros defectos. Es natural que la razón haga que nos sintamos disgustados y avergonzados cuando cometemos una falta. Sin embargo, no debemos dejar que nuestros corazones se queden empapados de la amargura y el rencor que provienen de nuestro amor propio y egoísta, ese amor que queda desequilibrado al tener que enfrentarse a su propia imperfección. Esto restringe nuestra habilidad para amar.

Cuando estamos enfadados todos creemos que nuestra rabia es justificada. Pero créanme cuando les digo que un padre que reprende a su hijo con dulzura y amor tendrá un efecto más eficaz en él, que aquel que lo hace con rabia y conmoción. Así mismo, cuando nosotros cometemos una falta, si reprendemos a nuestro corazón demostrando más compasión por él que rabia en su contra, el arrepentimiento entrará en nosotros de una manera mucho más efectiva. Si por alguna razón nos dejamos llevar por la ira, repitamos lo siguiente: “Ay de mi pobre corazón, henos aquí ¡hemos caído en el mismo pozo que con tanta firmeza habíamos resuelto evitar! Bueno, nuestro deber ahora es levantarnos de nuevo y dejarlo para siempre”. Con un gran coraje, con confianza y seguridad en la misericordia de Dios, debemos regresar a la senda de la virtud. Cuando su mente esté en paz dedíquense a construir una reserva de gentileza. Que todas las palabras que digan y todas las cosas que hagan, sean dichas y hechas de la forma más serena que les sea posible. Permanezcan en paz. Nadie es tan santo como para no tener ningún defecto.

Aun así, todos hemos sido llamados a poner en práctica la libertad propia de los hijos de Dios que se saben amados. Ellos escogen libremente cumplir con la voluntad del Padre celestial quien los alimenta con el Pan de la Vida, su hijo Jesús. Debemos seguir caminando como hermanos y hermanas que somos, unidos en la bondad, la compasión y el perdón. Dios nos ama siempre, incluso en nuestros momentos de mayor debilidad. Es nuestro deber hacer lo mismo; en primer lugar con nosotros mismos y después con nuestros semejantes.

(Adaptación de los escritos de San Francisco de Sales)

Decimo Octavo Domingo en el Tiempo Ordinario (5 de Agosto de 2018)

En el Evangelio de hoy escuchamos a Jesús que cuestiona a la multitud sobre la pureza de sus intenciones al decidir seguirlo. Mientras que las personas se preocupan por buscar alimentos perecederos, Él los exhorta a enfocarse en la consecución del “Pan de la Vida”: el “alimento que nos alcanzará para la vida eterna”. San Francisco de Sales nos dice cómo podemos prepararnos para hacer que el “Pan de la Vida” se materialice en nuestras vidas:

El lazo de unión más maravilloso e íntimo que nuestro Salvador comparte con nosotros es Su divina existencia. En preparación para ésta unión es importante que primero saquemos de nuestra todas las preocupaciones mundanas; que dejemos de pensar en todo aquello que sea pasajero. Una vez hayamos tomado la decisión de desechar nuestra mentalidad frívola, debemos adornar nuestra memoria con todos esos dones que Dios nos ha otorgado: la creación, la divina providencia y la redención.

Paso seguido debemos purificar nuestra voluntad deshaciéndonos de todos los afectos desordenados que existan en nuestra vida, incluyendo aquellos afectos cuyo objeto es algo positivo. Debemos evaluar cuidadosamente en quién y en qué hemos encauzando con tanto fervor nuestra devoción. Poco a poco debemos ir poniéndolos en orden para que entonces podamos decir a Nuestro Señor, como en su momento lo hiciera David, “Tú eres el Dios de mi corazón y mi herencia eterna”. El amor y el apego excesivo por los hijos, los padres, los amigos, las posesiones y las cosas materiales, termina por convertirse en un obstáculo para el Espíritu Santo quien desea inundar nuestros corazones con el amor divino que es imperecedero.

Nuestro Salvador se acerca a nosotros para que nosotros logremos ser todo en Él. Ustedes sólo deben demostrar gratitud por la sencillez de la fe que Dios les ha concedido. Pídanle a Él que jamás deje de otorgarles este don que es tan preciado y deseable. Aliméntense a lo largo del día de reflexiones sagradas sobre la infinita bondad de nuestro Dios. Entréguense a la providencia del Señor; Él jamás dejará de darles todo lo necesario para garantizar su bienestar. Exalten a Dios en esta vida, y así podrán glorificarlo junto con todos los bienaventurados en el Cielo.

(Adaptación de los escritos de San Francisco de Sales)

Décimo Séptimo Domingo en el Tiempo Ordinario (29 de julio de 2018)

Hoy San Pablo nos urge a que nos amemos los unos a los otros con humildad, con gentileza y paciencia. San Francisco de Sales se refiere a éstas virtudes como “las pequeñas virtudes”:

Tratemos de aprender todas esas pequeñas virtudes como la paciencia, la humildad y la gentileza para ponerlas en práctica con nuestros semejantes. Es importante que sepan que la paciencia es la única virtud que nos puede garantizar que alcanzaremos la santidad. Aunque es necesario ser pacientes con los demás, también debemos serlo con nosotros mismos. La paciencia nos ayuda a poseer nuestra propia alma para que así podamos cumplir con la voluntad de Dios; la fuente de la felicidad más grande. Quienes aspiran al amor puro de Dios, deben ser más pacientes con ellos mismos que con los demás.

Ser pacientes con nosotros mismos nos lleva a ser humildes. Para poder adquirir una profunda humildad, debemos comenzar por reconocer la multitud de de bendiciones que Dios nos ha concedido. Nosotros las disfrutaremos y nos regocijaremos en ellas ya que las poseemos, pero daremos gloria a Dios ya que ha sido Él, solamente él, el artífice de las mismas. Debemos poner nuestros dones y talentos al servicio de Dios y de nuestros semejantes. Quienes son humildes poseen aún más coraje, ya que ellos han depositado toda su confianza en Dios. Diríjanse a nuestro Señor, quien ha dado Su vida por todos nosotros. La humildad nos perfecciona con respecto a Dios, y la gentileza con respecto a nuestros semejantes.

Poco a poco hagan que su rapidez mental de paso a la paciencia, la gentileza, la sencillez y la afabilidad, aun cuando enfrentados a la mezquindad, la inmadurez o las imperfecciones demostradas por aquellos que son más débiles. Estas pequeñas virtudes, las cuales deben ser puestas en práctica a diario, en sus hogares, en su lugar de trabajo, con sus amigos y con extraños, en cualquier momento y en todo momento-esas son las virtudes para nosotros. Dios, en su infinita bondad, se siente satisfecho con los pequeños logros de nuestro corazón. Cuando nosotros alimentamos nuestro corazón con la virtud, con buenos proyectos que nos permitan server a Dios y a los demás, éste es capaz de obrar maravillas.

(Adaptación de los escritos de San Francisco de Sales.)

Décimo Sexto Domingo en el Tiempo Ordinario (22 de julio de 2018)

Las lecturas de hoy nos recuerdan que nuestro Dios es un Dios compasivo. San Francisco de Sales frecuentemente hace énfasis en el cuidado amoroso de Dios, especialmente en la adversidad:

Nuestro Dios es el Dios del corazón humano. Cuando nuestro corazón está en peligro, solamente Él puede salvarlo y protegerlo. Así como Dios es el creador de todo cuanto nos rodea, Él mismo se encarga de protegerlo todo. Él sustenta y abarca toda la creación. En consecuencia, Su deseo es que todas las cosas sean buenas y hermosas. Es por esto que debemos tener la certeza que Dios vela por nuestros intereses, incluso en la adversidad. Las razones por las cuales debemos enfrentar ciertas pruebas no siempre nos resultan claras; debemos admitir sin embargo, que algunas veces nosotros mismos somos la causa de nuestros problemas.

Aun cuando es importante que seamos cuidadosos y que estemos atentos a todas aquellas cosas que Dios ha encomendado a nuestro cuidado, no debemos dejarnos llevar por la ansiedad, la incomodidad, ni tampoco debemos precipitarnos. La preocupación nubla la razón y el buen juicio, y nos impide hacer bien precisamente esas cosas que tanto nos inquietan. Las lluvias hacen que los campos abiertos den frutos, pero las inundaciones arruinan los campos y las praderas.

Así pues, asuman todos sus asuntos con la mente en calma y de manera ordenada, cada uno a su tiempo. Si intentan lograr todo al mismo tiempo, o de manera desordenada, su espíritu se sobrecargará y se deprimirá tanto que seguramente quedarán hundidos bajo el peso de la carga, y no lograrán llevar nada a buen término. En todos sus asuntos, deben luchar en paz y cumplir con el plan que Dios ha trazado para ustedes.

Dios nos provee una gran abundancia de medios apropiados para que podamos alcanzar la salvación. Por medio de una inyección maravillosa de la gracia de Dios en nuestros corazones, el Espíritu hace que nuestras obras se conviertan en obras de Dios. Nuestros buenos trabajos, como un pequeño grano de mostaza, tienen vigor y virtud para hacer un gran bien, ya que proceden del Espíritu de Jesús. Ustedes pueden estar seguros de que si confían firmemente en el amor compasivo de Dios, y en Su preocupación por nosotros, el éxito que tendrán de sus trabajos siempre será útil tanto para ustedes como para la comunidad creyente.

(Adaptación de los escritos de San Francisco de Sales, Tratado del Amor de Dios, Introducción a la Vida Devota).

Décimo Quinto Domingo en el Tiempo Ordinario (15 de julio de 2018)

En el Evangelio de hoy revivimos el momento en que Jesús les otorga a los Apóstoles la autoridad para continuar con Su labor, y cómo la fe en Él los guiará para que puedan continuar llevando a cabo buenas obras. Al respecto, San Francisco de Sales observa lo siguiente:

La fe viviente genera muchas y muy buenas obras. Sin embargo, muchas veces vemos como hay personas que, aun siendo fuertes y saludables, necesitan ser motivados frecuentemente para que hagan buen uso tanto de su fuerza como de sus talentos. La mano debe guiar su labor. Aun cuando toda alma que acarrea el peso de una gran carga posee el poder para creer y depositar sus esperanzas en el amor de Dios, muchas veces no tiene la fuerza para percatarse de ello. La angustia se apodera de ella. Pero nuestro Salvador jamás nos dejará solos mientras transitamos por la senda. El Espíritu de Jesús siempre está con nosotros, instándonos a seguir adelante, apelando a nuestros corazones, e impulsándolos a avanzar para así poder hacer buen uso del amor sagrado que Él deposita en nosotros.

Una madre amorosa guía a su pequeño hijo, lo ayuda y lo lleva en brazos tanto tiempo como lo considere necesario. Ella lo deja que de unos cuantos pasos por sí solo en lugares donde pueda caminar sin dificultad y sin tropiezos. Entonces lo toma de la mano y lo sujeta con firmeza. A veces lo toma en sus brazos y lo carga. De este mismo modo nuestro Salvador cuida constantemente, y se encarga de guiar a Sus hijos. Él les permite caminar al frente Suyo. Él les toma de la mano cuando atraviesan por dificultades. Es por esto que, cuando todo nos falle, cuando nuestra angustia llegue a su punto máximo, debemos encomendarnos a Dios. Él jamás nos fallará. Nos llevará en sus brazos cuando tengamos que enfrentar sufrimientos que Él considere insoportables para nosotros, siempre y cuando lo dejemos.

Dios tiene muchas maneras de proteger y cuidar de todos aquellos que tienen fe en las enseñanzas de Jesús. Nuestro bienestar consiste no solo en aceptar la verdad de la palabra de Dios, sino también en preservarla. Por lo tanto, debemos demostrar un gran coraje y confianza en que Él nos ayudará en todo lo que hagamos por glorificarle. Hagamos que nuestra fe despierte. Avivémosla, demostrando que creemos plenamente en el amor y el cuidado de Dios para con nosotros. Entonces todas nuestras obras darán frutos similares a los que produjeron los doce Apóstoles.

(San Francisco de Sales, Tratado del Amor de Dios; Sermones de San Francisco de Sales, L. Fiorelli, Ed.).

Decimo Cuarto Domingo en el Tiempo Ordinario (8 de julio de 2018)

El Evangelio de hoy nos narra cómo Jesús experimento el rechazo, y cuánto le sorprendió la falta de fe en El que demostraron algunas personas. San Francisco de Sales nos habla de la fe como un acto de consentimiento al amor de Dios:

Casi siempre hay un lapso de tiempo largo entre el momento en que despertamos de la incredulidad, y el momento en tomamos la decisión de creer plenamente en el amor de Dios, y en su preocupación por nosotros. Muchas veces se presentan dificultades entre los primeros movimientos de la fe en la bondad de Jesucristo, y en nuestra decisión de creerlo. San Agustín dejo pasar un tiempo antes de aceptar completamente las enseñanzas de Jesucristo. En una ocasión San Ambrosio le dijo: “Si no crees, ora para que puedas llegar a hacerlo”.

Durante este tiempo nosotros oramos como lo hiciera San Agustín, quien en un momento exclamo: “Señor, yo si creo, pero ayúdame a dejar mi incredulidad”. Esto quiere decir, “aun cuando ya no me encuentro sumergido en la oscura noche de la infidelidad, ilumina el horizonte de mi alma con los rayos de luz de tu fe, ya que aun no soy el creyente que debería ser. El conocimiento que provee la fe aun es frágil dentro de mí, y por lo tanto se mezcla ocasionalmente con la duda”.

Dios llama a nuestros corazones continuamente, hasta que las enseñanzas de Jesús nos resultan placenteras. Mientras logramos llegar a ese punto, la bondad de Dios jamás cesa en sus esfuerzos por lograr un acercamiento con nosotros por medio de las inspiraciones. Aun así, nosotros somos libres para acceder Su llamado amoroso, o para rechazarlo. Los grandes ríos se esparcen al llegar a las llanuras abiertas, y ocupan cada vez mas espacio. Así ocurre con el amor sagrado de Dios, el cual, siempre y cuando no lo rechacemos, continua creciendo en nosotros hasta que nos convierte totalmente. El amor de Dios es nuestro guía en la travesía hacia el perdón. Nos consuela, nos anima y nos fortalece en medio de las dificultades. Es por esto que la fe incluye un punto de partida que es el amor que el corazón siente por las cosas de Dios. No rechacemos ese regalo que es la fe.

(Adaptado de los escritos del Tratado del Amor de Dios de San Francisco de Sales.)

Decimotercer Domingo en el Tiempo Ordinario (1 de julio de 2018)

Las lecturas de hoy nos recuerdan que el deseo de Dios para que nosotros podamos alcanzar la plenitud, a medida que EL nos va formando, no es para después de la muerte sino en vida, a través de la fe en Cristo. Es por medio de esta fe vivificante que Dios nos llama a compartir la abundancia de nuestros dones con aquellos que lo necesitan. Francisco de Sales nos dice algo similar:

El deseo de Dios, que es que nosotros logremos la plenitud, nos ha sido comunicado de muchas formas. Entre los métodos empleados por Dios para demostrarnos que hemos sido creados para alcanzar la dicha eterna están la creación en primer lugar, y segundo, la venida de Jesús. En el momento en que EL se hizo humano asumió nuestra semejanza y nos cedió la Suya. ¿Sorprende entonces que nuestro bien amado Amante desee que nosotros nos amemos los unos a los otros como EL lo hizo?

Nada como el amor para despertar la urgencia en el corazón del hombre. Nuestro Señor padeció la muerte con amor, para que de esta forma la familia humana tuviera la oportunidad de convertirse en una familia divina. El amor entregado de Jesús obra en nosotros de manera especial. El desea que vivamos en El. Por lo tanto, para dar Gloria a Dios, debemos hacer un esfuerzo para que todas nuestras obras, nuestras acciones, nuestros pensamientos y afectos se materialicen.

La voluntad de Dios es que todos los humanos seamos eternamente felices. Nuestra voluntad debe corresponder a la voluntad de Dios. Por ende, nosotros debemos esforzarnos por alcanzar la plenitud, tal y como EL lo desea para nosotros. En la medida en que Dios nos de los medios para lograr este objetivo, debemos aceptar toda la gracia que El ha destinado para nosotros y que nos otorga. Debemos armarnos de coraje, y de total honestidad, para vivir de acuerdo a lo que somos. ¡Debemos imitar a Jesús, con tanta perfección como nos sea posible, ya que EL vino a este mundo a enseñarnos lo que debemos hacer para poder preservar esa belleza, esa divina semejanza que EL reparó y embelleció en nosotros tan completamente! Es esta misma divina semejanza la que debemos aprender a identificar, y que debemos ayudar a preservar en los demás. Porque ellos también son hijos de Dios. Caminemos entonces por la senda del amor como hijos amados de Dios.

(L. Fiorelli, ed. Sermones; San Francisco de Sales, Tratado del Amor de Dios).

El Nacimiento de Juan Bautista (junio 24, 2018)

Francisco de Sales escribió: “Muchas veces me he preguntado quien fue el mas mortificado de todos los santos que conozco, y después de mucha reflexión he llegado a la conclusión que fue San Juan Bautista. El fue al desierto cuando tenía cinco años y él sabia que nuestro Salvador había llegado a la tierra y que estaba en un lugar muy cercano, quizás solo a uno o dos días de camino. Como su corazón, que fue tocado por el amor de su Salvados desde que estaba en el vientre de su madre, debe haber anhelado el poder disfrutar la presencia de Cristo.

Aun así, él pasa veinticinco años en el desierto sin ir a ver a nuestro Señor si quiera una vez; y al dejar el desierto el catequiza sin ir a visitarlo, sino que espera hasta que Nuestro Señor viene a buscarlo. Entonces, después de haber bautizado a Jesús, él no lo sigue sino que se queda donde esta para continuar haciendo la labor que le ha sido encargada. Cuán mortificado estaba el espíritu de Juan! Estando tan cerca de su Salvador y no poder disfrutar de su presencia! Acaso no es este un espíritu totalmente desprendido, desprendido incluso de Dios mismo con objeto de poder hacer la voluntad de Dios y para servir a Dios, se podría decir que lo que el hizo fue dejar a Dios para servir a Dios, en vez de aferrarse a Dios para poder amarlo mejor. El ejemplo de este gran santo me abruma con su grandeza.” (Stopp, Cartas Selectas, Pagina 74)

“Verdaderamente cuan mortificada era el espíritu de Juan Bautista.” Qué quiere decir Francisco de Sales con estas palabras? El Diccionario de la Herencia Americana define mortificar como “disciplinar a través de negarse algo uno mismo o de infligir privación en uno mismo.” Juan verdaderamente se disciplinó a si mismo: él se negó muchas cosas para poder ser fiel a su entendimiento de quien Dios quería que el fuera: una luz para las naciones, una luz que resaltara la venida de Jesús.

Piénsenlo: Juan pasa veinticinco años en el desierto preparándose para anunciar la llegada de Cristo. A pesar de haber crecido en la misma área, Juan se encuentra con Jesús solo una vez – cuando lo bautizo en el Río Jordán – y luego él se quedo allí mientras que Jesús reclutaba a otros para ser sus apóstoles y sus discípulos! Juan nunca ve a su primo de nuevo antes de morir en prisión a manos de los ejecutadotes del Rey Herodes.

Juan fue fiel al rol que Dios quiso que el tuviera en el plan de salvación: Juan desempeñó ese rol supremamente bien. Escucha lo que Jesús mismo dijo: “yo te digo la verdad: entre todos aquellos nacidos de una mujer, nunca ha habido ninguno mas grande que Juan Bautista.” (Mateo 11: 11) “Aun así,” Jesús continua, “quienquiera que sea menos en el reino del cielo es mas grandioso que él.” Juan nos muestra que ser fieles a la voluntad de Dios muchas veces requiere que nos privemos del deseo de “tenerlo todo” y de dedicarnos a discernir – y a acoger- nuestros roles únicos en el plan de salvación de Dios.

De formas que son únicas para nuestro estado de vida, Dios nos llama a nosotros también para que seamos, “una luz para todas las naciones.” Estamos preparados para practicar la disciplina que ser esa luz requiere?

Décimo primer domingo del tiempo ordinario (17 de junio de 2018)

Las lecturas de hoy nos ayudan a mantener las cosas en perspectiva. Que no quepa la menor duda: todos hemos sido llamados a seguir los pasos de Jesucristo. Pese a que todos tenemos una responsabilidad muy importante –promover el reino de Dios– la manera más eficaz de responder a este llamado es prestar atención a los detalles; es decir, hacer todas las cosas, incluso las que parecieran menos trascendentales, con un gran amor.

En su Introducción a la Vida Devota, Francisco de Sales nos exhorta a hacer lo siguiente:

“Consagren sus manos a las labores arduas: aprendan a orar y a meditar, reciban los sacramentos, guíen a otras almas para que amen a Dios, inculquen las buenas inspiraciones en los corazones de los demás; en resumen, realicen grandes obras conforme a su vocación. Sin embargo, jamás se olviden de… esas pequeñas y humildes virtudes que crecen como flores al pie de la cruz: ayudar a los pobres, visitar a los enfermos, cuidar de sus familias, con todas las responsabilidades que éstas implican y con la diligencia que les urge a no permanecer de brazos cruzados”.

“Rara vez se nos presentan oportunidades importantes para servir a Dios. Sin embargo, frecuentemente se presentan oportunidades que a simple vista parecen menos relevantes... ustedes se beneficiarán más a los ojos de Dios si aprovechan esas pequeñas oportunidades porque Dios desea que lo hagan". (III, 35, pp. 214 - 215)

Dios ha puesto a nuestra disposición un sinnúmero de métodos para que logremos nuestra salvación. Gracias a una maravillosa infusión de la gracia de Dios en nuestras mentes, corazones, actitudes y acciones, el Espíritu hace que nuestras obras se conviertan en obras de Dios. Nuestras buenas labores –como plantar pequeñas semillas de mostaza aquí o esparcir pequeñas semillas allá– cuentan con el vigor y la virtud suficiente para hacer un gran bien porque proceden del Espíritu de Jesús.

A la final, las pequeñas cosas que hacemos son realmente significativas a los ojos de Dios. De hecho, ¡lo son todo!

Décimo Domingo del Tiempo Ordinario (10 de junio de 2018)

En su Introducción a la Vida Devota, Francisco de Sales no compara la felicidad con el egocentrismo, el ensimismamiento o la obsesión con nosotros mismos. Sin embargo, Francisco compara la felicidad con lo que él llama el autodominio. El Santo Caballero escribe:

“La mayor felicidad del hombre es ser dueño de su propia alma, y entre más perfecta sea nuestra paciencia más completamente poseeremos nuestras almas".

¡Qué felicidad es conocernos y aceptarnos a nosotros mismos por quienes somos a los ojos de Dios! ¡Qué dicha es sentirnos cómodos –sin ser autocomplacientes– en nuestra propia piel! ¡Qué dicha es, en esencia, sentirse en casa –estar en paz– con la persona que Dios nos hizo! En realidad, es lo mejor después del Paraíso.

Lo trágico es que, la capacidad de sentirnos como en casa con nosotros mismos fue la primera –y la más fundamental– víctima de la Caída. Tan pronto Adán y Eva comieron del fruto del árbol del conocimiento, su estado natural –su desnudez, su transparencia– se convirtió en reprobación. Se sentían incómodos –estaban avergonzados– de quienes eran. Literalmente, ya no se sentían cómodos en su propia piel. Manchados de repente por su auto-aislamiento y el odio hacia sí mismos, perdieron el Paraíso... y la vida se convirtió en una carga.

Como bien sabemos, mucha de la miseria, el pecado y la tristeza que azotan a la familia humana hasta nuestros días procede ya sea de (1) nuestra incapacidad de ser quienes realmente somos o (2) nuestros intentos inútiles por ser quienes no somos.

En su Tratado Sobre el Amor de Dios, Francisco de Sales dijo:

"Dios se ha manifestado ante nosotros de tantas maneras y a través de tantos medios que Él desea que todos seamos salvados y que nadie desconozca este hecho. Para este propósito, a través de la Creación Dios nos hizo "a su imagen y semejanza”; mientras que mediante la Encarnación Dios se hizo a sí mismo a nuestra imagen y semejanza".

La gracia redentora de la Encarnación nos permite experimentar nuevamente la felicidad que produce el poseer nuestras propias almas. El poder restaurador de la Encarnación hace que podamos experimentar otra vez la dicha de sentirnos básicamente de nuevo cómodos con quienes somos a los ojos de Dios. Heridos como estamos por el pecado, nuestra práctica de la devoción –nuestra cruzada para poseer nuestras almas– ya no es tan fácil como lo fuera originalmente en el Paraíso. Requiere una práctica perpetua; exige una enorme paciencia.

Aun así, Dios no solo nos promete la dicha y la paz fruto de esta auto-aceptación celestial; Él también nos muestra cómo lograrla en esta tierra y en la persona de su Hijo.

Jesús encarna el poder del autodominio. Jesús exhibe la alegría de quien se acepta a sí mismo. Jesús irradia la paz de la autodeterminación. ¿Quién mejor que Jesús para mostrarnos lo que es sentirnos cómodos en nuestra propia piel? ¿Quién mejor que Jesús para demostrar lo que es invitar –y empoderar– a otros para que hagan lo mismo?

Al igual que hiciera con nuestros primeros padres, el Malvado nos golpea donde duele. Algunas veces Satanás nos tienta para que creamos que no nos es posible ser felices siendo nosotros mismos. Otras veces, Satanás nos tienta para que creamos que seríamos más felices si fuéramos alguien más –quizás cualquier otra persona– diferente de quienes somos. En lugares muy profundos y oscuros dentro de nuestras mentes y corazones, cada uno de nosotros es tentado a hacerse esta pregunta:

Siendo un pecador, como lo soy, débil, como lo soy, herido, como lo estoy, e imperfecto, como lo soy, ¿por qué debería creer que Dios quiere que me sienta cómodo –en casa– en mi propia piel?

Cuerpo y Sangre de Cristo (Junio 3, 2018)

Hoy celebramos la verdadera presencia de Cristo en la Eucaristía. He aquí algunas de las reflexiones que San Francisco de Sales hace en relación a este Sacramento.

Después de la resurrección Jesús entró en la habitación donde se habían reunido los apóstoles; aún cuando las puertas estaban cerradas con llave. El quería asegurarles que seguía con vida y que permanecía entre ellos. De este mismo modo Jesús nos entrega Su cuerpo y Su sangre, transformados en pan y vino, para convencernos de que Su presencia entre nosotros es real.

El punto máximo del amor de Dios por nosotros, un amor que se basa en la autoentrega, es manifestado en la Eucaristía. Cristo instituyo el sacramento de la Eucaristía para que la totalidad de la familia humana pudiese estar íntimamente ligada a El. Una vez unidos en Cristo, este sacramento también nos llama, y nos ayuda, a unirnos a los demás por medio de una clase conexión espiritual que Nuestro Salvador desea que exista entre nosotros. Esta unión agrupa a muchos y muy diferentes miembros, y los moldea en un sólo cuerpo. Es por esto que este sacramento es conocido también como la Comunión, ya que representa para nosotros la unión común del amor sagrado que ha de existir entre nosotros.

En la Eucaristía, el banquete perpetuo de la gracia divina, nos ha sido otorgada una promesa de felicidad infinita. Cuando recibimos la Eucaristía con frecuencia y con devoción, estamos fortaleciendo nuestra salud espiritual para así poder evitar el mal de manera efectiva. Esto fortifica nuestro corazón y nos hace como dioses en este mundo. Las frutas más delicadas, como las fresas, están sujetas a la descomposición. Pero pueden ser conservadas fácilmente por un año si se les coloca entre miel o azúcar. Así mismo ocurre -aunque de forma más grandiosa- cuando recibimos la Eucaristía, ya esta conserva nuestros débiles corazones y los protege del mal.

Tanto quienes se consideran perfectos, como aquellos que se consideran imperfectos, han de recibir la Eucaristía frecuentemente. Los perfectos por que poseen la predisposición para hacerlo. Los imperfectos para que puedan alcanzar la perfección. Nuestro Señor nos ama a todos con el mismo amor, El nos acoge en sus brazos a través de este Sacramento. Debemos afianzar estos gentiles y vigorizantes lazos del amor divino por medio de la Eucaristía.

(Adaptado de los escritos de San Francisco de Sales.)

Domingo de la Trinidad (27 de mayo de 2018)

Hoy, domingo de la Trinidad, la Iglesia celebra a las Tres Personas Divinas que habitan en Dios. San Francisco de Sales nos dice que nosotros como comunidad hemos sido llamados a forjar una unión similar, basada en el amor puro:

El amor puro de la Trinidad se desborda sobre la salud spiritual de la familia humana. El Espíritu Santo, que habita en nosotros a lo largo de nuestra vida mortal, nos conduce hacia Cristo quien es el camino que nos lleva al Padre. Es la Trinidad la que hizo posible el misterio de Dios hecho hombre. Nuestro Salvador asumió nuestra semejanza y nos otorgó la Suya. Es sólo en Cristo, y a través Suyo, que podemos participar en la unión de amor puro de la Trinidad.

Nuestra salud spiritual está basada en la Encarnación. Nuestro Salvador amaba demasiado la verdad y la autentica bondad, como para dejarse tentar por la ambición, la codicia, o los honores que tanto daño nos hacen a nosotros. Nuestro Señor nos ha dicho que debemos amarnos los unos a los otros, y a mantenernos unidos de la forma más pura y perfecta posible. Es la imagen y semejanza de Dios, presente en nosotros y en los demás, la que debemos honrar y amar. San Pablo nos hace la siguiente recomendación: “Queridos hermanos, caminen siempre por la senda del amor por los demás como deben hacerlo los buenos hijos de Dios”. Pablo añade que él desea que nosotros demos también demos pasos gigantes como lo hiciera Jesús: amando y perdonándolo todo. Nosotros demostramos que verdaderamente somos hijos de Dios, cuando nos amamos los unos a los otros verdaderamente y con el corazón lleno de bondad.

La unión de las tres Personas Divinas es realmente imposible de imaginar. Sería presuntuoso esperar que nosotros podamos llegar a alcanzar una unión en el amor semejante a la de la Santísima Trinidad. Aún así, siempre debemos estar dispuestos a tratar de forjar una unión similar según nuestra condición humana. Todos hemos sido llamados a convertirnos en santos, pero para poder amar de manera divina debemos ante todo depositar nuestra confianza en la gracia de Dios, más que en nuestras propias fuerzas. Del mismo modo en que el amor de la Santísima Trinidad desborda en la familia humana, ojalá que nuestro amor se asemeje al de la Trinidad, y que desborde en los corazones de todas las personas a quienes encontremos cada día.

(Adaptado de los escritos de San Francisco de Sales, particularmente Los Sermones de San Francisco de Sales, L. Fiorelli, Ediciones).

Domingo de Pentecostés (20 de mayo de 2018)

Durante la Fiesta del Pentecostés podemos apreciar el Espíritu de la verdad que fortalece a los discípulos de Jesús, y que los impulsa a convertirse en testigos auténticos de Sus palabras y de Sus obras. San Francisco de Sales nos dice lo siguiente al respecto:

El amor sagrado que el Espíritu vierte sobre nuestros corazones es mucho más extraordinario que todas las otras formas de amor. El amor que el Espíritu no da, nos redime y nos concede la vida eterna. Durante la Fiesta del Pentecostés el Espíritu Santo infundió un nuevo vigor, fortaleció y llenó de virtudes a los discípulos de Jesús, para que ellos pudiesen continuar con la obra que comenzó nuestro Salvador por medio de la creación de la Iglesia.

Ustedes también están desempeñando una función apostólica dado fe de sus vidas como cristianos. El amor del Espíritu los faculta para continuar con la obra de nuestro Señor. Las labores que realicen, y que fluyan del amor del Espíritu, tendrán vigor y autenticidad, y crecerán como semillas de mostaza. Este divino Espíritu no duda en establecer su morada en nosotros. Por lo tanto debemos abrir un espacio en nuestro ser para el Espíritu Santo. ¿Qué debemos hacer para abrir este espacio? Lo primero que Dios nos pide es nuestro corazón. El espíritu, que vive en nosotros, desea abrir nuestro corazón a la bondad divina. El Espíritu de Jesús desea que nosotros experimentemos los frutos del amor divino. El Espíritu logra esto al concedernos los dones y las bendiciones derivadas del amor sagrado, por medio de las cuales podremos alcanzar la felicidad eterna.

Nuestro deseo, el poder alcanzar la plenitud de una vida sagrada, es una chispa de la llama divina y de la obra del Espíritu. Si nuestro deseo es embarcarnos en la pequeña barca de la Iglesia para navegar en medio de las aguas amargas de este mundo, nuestro Salvador nos ayudará a deslizarnos rumbo a la felicidad eterna. El hará todo lo posible por animarnos a tomar los remos con nuestras manos y remar. El nos ha prometido que si nos tomamos la molestia de remar nuestra barca, El nos conducirá a otro lugar que está lleno de vida. En la medida en que ustedes permitan al Espíritu engrandecer sus corazones, éste incrementara su habilidad para amar divinamente. Verdaderamente, ¡dichosos aquellos que deciden servir a Dios, aun cuando sólo sea un poco! ¡EL jamás permitirá que ellos sean improductivos ni infructuosos! ¿Quién entonces puede resistir el amor enriquecedor del Espíritu Santo?

(Adaptación de los escritos de San Francisco de Sales y Santa Juana de Chantal).